Había una vez, en un hermoso bosque de Chile, una liebre muy rápida y una tortuga muy lenta. La liebre siempre se jactaba de su velocidad y se burlaba de la tortuga por ser tan lenta. Un día, la tortuga se cansó de ser ridiculizada y desafió a la liebre a una carrera. La liebre, confiada en su rapidez, aceptó el desafío sin pensarlo dos veces. Todos los animales del bosque se reunieron para ver quién ganaría la carrera.
Cuando llegó el gran día de la carrera, la liebre estaba segura de que ganaría fácilmente. Mientras tanto, la tortuga tenía un plan ingenioso en mente. Decidió no depender de su velocidad, sino de su astucia. La liebre y la tortuga se colocaron en la línea de partida, y el conejo, que era el juez, dio la señal de inicio. La liebre salió disparada y rápidamente se alejó de la tortuga. Estaba tan segura de su victoria que decidió hacer una pequeña siesta en el camino.
Mientras tanto, la tortuga seguía avanzando lentamente pero sin parar. No estaba preocupada por la ventaja inicial de la liebre, ella sabía que debía mantenerse constante. Al ver que la liebre se había detenido para dormir, decidió tomar un atajo a través de una ladera empinada.
Cuando la liebre se despertó, se dio cuenta de que la tortuga ya no estaba a la vista. Se apresuró a seguir corriendo, pero cuando llegó a la cima de la ladera, resbaló y cayó al suelo. Mientras tanto, la tortuga seguía avanzando sin descanso. Finalmente, la tortuga llegó a la meta y todos los animales del bosque la aclamaron como la ganadora. La liebre llegó después, cansada y humillada. Desde ese día, la liebre aprendió a no subestimar a los demás y la tortuga aprendió que la constancia y la astucia pueden llevarla lejos.